Wednesday, July 01, 2009

En el Carpa, Siniestras Siluetas Grises

Entre Santiago y Los Andes, quien viaje por la carretera y se detenga un momento para contemplar con serenidad el amanecer, comprenderá repentinamente cuántos paisajes pueden ocultarse entre ese punto y la frontera imaginaria que cruza de norte a sur a través de la cordillera. Uno de esos paisajes -quizá el de más fácil acceso- es el que ofrece el Cordón de los Españoles. Paralelo a la cordillera de los Andes, este cordón es el intermediario entre lo que comunmente conocemos como "depresión intermedia" y la alta cordillera andina.

Tres son las cumbres que con mayor relevancia componen el Cordón de los Españoles: el cerro Piuquenes por el norte, con 3337 MSNM; seguido por el Arqueado de Barrera (2887 MSNM) y al sur, el Carpa, de 2753 metros de altura.

Aunque varios años atrás con Julián habíamos intentado aproximarnos al Carpa bajo el caluroso sol de enero, no sería sino hasta agosto del 2008 que realizaría un acercamiento más eficaz y conciente al Carpa, un cerro que a través de los años seguía contemplando con ansiedad cada vez que la nieve volvía a relucir en sus suaves faldeos. Este año -el 2009- aprovechando una ventana de buen tiempo de un lunes feriado decidimos volver al Cordón de los Españoles para intentar ver una vez más los secretos paisajes de la cordillera invernal.

Este es el relato fotográfico del ascenso al Carpa que intentamos el 29 de junio con la Lore y Carlos, Nacho y Miguel, de la RAI (Rama de Andinismo de Ingeniería).

Comenzamos la caminata en las inmediaciones del molino de la Dehesa, en el extremo nor-oriente de Santiago, internándonos por entre los senderos que existen cerca del tranque de ahí.


Detrás de nosotros quedaba el sector oriente de Santiago, con buena parte de sus construcciones encaramadas en las faldas de la sierra de San Ramón, plenamente nevada ya a esta altura de la temporada.

Con cerca de dos horas de camino dejamos atrás el barro. Remontando una suave loma, continuamos rodeados de vegetación y nieve, el manto blanco crujiendo como papel diamante bajo cada pisada.


Desde ahí tuvimos inmediatamente una completa vista al Carpa, desde el suroeste. Como se ve, nos esperaba un ascenso marcado por la nieve.

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Debíamos subir por la loma que se advierte a la derecha para salir al portezuelo. Desde ahí remontar el filo en dirección al norte, en busca de la cumbre (que, como siempre, desde abajo no se ve).

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Sin dificultad subimos por la suave pendiente, avanzando en medio del paisaje invernal, siempre al nor-este.

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Nos dimos un breve descanso antes de empezar a remontar la ladera en dirección al portezuelo.


Pronto fuimos ganando altura y con ello tuvimos una buena vista al club Santa Martina y su cancha de golf. En el oeste divisamos la cordillera de la costa, nevada.

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Subíamos en zig-zag buscando la mejor ruta para evitar tener que lidiar con las rocas.

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Carlos iba más arriba abriendo la huella, seguido por Miguel.


La Lore también subía batallando palmo a palmo con la nieve honda.

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Llegamos al portezuelo cansados pero contentos de haber salido de entre esas rocas y nieve honda. Disfrutamos la vista al cajón del Arrayán y al de Yerba Loca, con el glaciar La Paloma, y los cerros Altar, Leonera y Plomo dominando el fondo. Por la cara oriente de la loma que acababamos de subir, el camino que usan los amigos motoqueros era una huella blanca apenas distinguible en la nieve del resto de la ladera.

Alzamos la vista hacia lo que nos quedaba por delante y sin mayores rocas ni vegetación a la vista asumimos que se trataría de nieve más consolidada. Esperábamos una subida más amable que la anterior.

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Pero pronto advertimos que la subida tenía poco que ver con nieve consolidada. Ésta era un polvo blanco y seco, profundamente engañoso en la superficie.

Ya habrán notado que el cielo se nos había comenzado a nublar. La brisa del oeste poco a poco se afanaba en levantar polvo blanco tal como si estuvieramos subiendo una duna en medio del desierto. Comenzaba a ponerse helado y oscuro. Pesado.

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Una hora más tarde, tal vez más, tal vez menos, llegamos a Conchalí, nombre con el que han bautizado a una de las antecumbres del Carpa. Juntos una vez más resolvimos que no valía el esfuerzo seguir empujando por la cumbre cuando en el norte y en la cordillera las nubes se arremolinaban en siniestras siluetas grises.

En eso estábamos cuando recordé el cóndor (vultur gryphus) que había avistado casi un año atrás en mi anterior intento al Carpa. Esta vez no había un sólo cóndor a la vista. Nada. Hasta que en el horizonte una lejana sombra alada y nívea se aproximaba en nuestra dirección.

¡La cámara! ¿Dónde metí la camara? ¡BINGO! Aquí está:

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Con su piloto saludándonos desde el murmullo de su cabina, un silencioso planeador pasaba frente a nosotros, tal como le había pasado a Paul en esta ocasión.

Coca-Cola, galletas Morocha y sandwiches de atún para comer, después la foto de antecumbre para la posteridad y de ahí de vuelta para abajo.

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Para volver sin complicarnos con las rocas que encontramos de subida, regresamos bajando por una ancha quebrada uniformemente nevada.

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Sobre nosotros, el cielo parecía querer protegernos del superior vacío celestial, cubriéndose con densas y sucesivas capas de nubes. Abajo la ciudad todavía podía distinguirse facilmente, aún cuando el smog y la bruma comenzaban a acumularse y subir desde el poniente.

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La marcha de descenso se nos hizo tan lenta como la de subida, una vez más debido a la profundidad de la nieve. De muestra un botón:

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Paramos a descansar un poco a la salida de la quebrada y pronto estábamos en camino una vez más. El atardecer se abalanzaba sobre nosotros con serena determinación, anunciando en el horizonte un hermoso juego de tonos dorados y ambarinos que contrastaban con la oscuridad que empezaban a adquirir las plantas a nuestro alrededor.

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Las palabras sobran...

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Rápidos minutos llevaron consigo rápidos cambios de luz, tiñendo detrás nuestro el Carpa. Todas las plantas, huellas, quebradas, lomas y cielo quedaron ebrios de luz.

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Y frente a nosotros, el cálido atardecer invernal, despidiéndose.

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Con la emoción de esas últimas imágenes, continuamos caminando una hora más bajo la luz de la ciudad reflejada en las nubes. Pronto estábamos de vuelta en el auto y de ahí a una ducha y un merecido plato de comida casera bien caliente y sabrosa.

Saturday, May 02, 2009

Vuelvo al Sur... al Nevado de Chillán

Comenzó con la proposición de subir los volcanes Viejo o Nuevo del centro de ski, pero era más al norte de lo que teníamos presupuestado. Fue así como después de Volcanes del Sur decidí pasar a Chillán y partí a las Termas casi al mediodía con el pretexto prontamente renunciado de subir alguno de esos dos volcanes.

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Los andariveles eran la ruta lógica y uno a uno iban quedando atrás.

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A medida que me acercaba al final del último andarivel, frente a mi y hacia la izquierda, al noroeste un nevado se imponía sereno, blanco y celeste en medio de un paisaje pintado con la gruesa brocha de los escoriales y coladas de lava. Era el Nevado de Chillán.

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Eran los primeros días de Febrero y estaba eligiendo un nuevo destino que agregar a mi lista de lugares por visitar. A fines de marzo, comiendo tacos con los amigos, decidmos que el fin de semana de Semana Santa sería la ocasión para intentar el volcán Nevado de Chillán.

Ahí vamos de nuevo...

El Nevado de Chillán (3.212 MSNM) es una de las cinco cumbres del complejo estratovolcánico Nevados de Chillán, el que está compuesto, al sur-este, por los volcanes Chillán Viejo y Nuevo, titánicos guardianes de las termas homónimas; el volcán Vidaurre un poco más al nor-este; el Nevado de Chillán, otro poco más al nor-este, y finalmente la cumbre más occidental del complejo: el cerro Pirámide. El panorama general pueden revisarlo en la siguiente imagen:

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A la tediosa salida de Santiago el jueves por la noche, siguió una relajada mañana en Chillán y el camino a las termas. Saliendo de Pinto, unos alegres tipos en el pick-up de otra camioneta intercambiaban fotos con nosotros:

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Después de reportar nuestro ascenso en el retén de Las Trancas, partimos al desvío al Shangri-La, subiendo en medio de un bosque abundante en coigües y quilas. Ocasionalmente bajábamos de la camioneta para que ésta pasara sin problemas por las partes más complicadas del camino.

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Entonces la Javi cogía el volante, superaba el entuerto y retomábamos la ruta.

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En algún momento la huella dejaba atrás el bosque y comenzaba un estrecho serpenteo cuesta arriba en medio de un gran escorial, hasta volver a abrirse entre cenizas, hierba y arbustos bajos. Vimos un par de jeeps estacionados y antes de continuar hacia el este, hacia el refugio Waldorf -el campamento base-, seguimos la huella en dirección opuesta para ir a conocer el refugio Shangri-La.

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Aprovechamos la ocasión para revivir una de las fotos míticas de Volcanes del Sur:

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De fondo, el Chillán Nuevo y un poco más atrás (o a la derecha) el Viejo.

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A la sombra de los árboles que rodeaban los restos del edificio, nos sentamos a conversar sobre el itinerario.

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El abandono del refugio parece ser lo que, con el paso del tiempo, ha terminado por incorporarlo con naturalidad al entorno (click para agrandar imágenes en blanco y negro).

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Me pregunto cómo será acampar en invierno al amparo del refugio, despertar y ver el Shangri-La cubierto de blanco y caminar bajo los árboles o entre las coladas de lava transitoriamente nevadas, con los volcanes a lo lejos bullendo en esquiadores. ¿Habrá sido acá donde hace décadas atrás subían a esquiar? La tarea queda para regresar en invierno y replicar entonces las fotos.

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Evaluamos ir hasta la laguna Huemul, pero por la hora terminamos optando por no hacerlo. Regresamos a la Hilux a armar las mochilas y así poder empezar la caminata al campo base. La visita a la laguna quedará para julio o agosto.

Curiosas flores amarillas a medio camino entre cactus y tunas se repartían por el suelo.

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Antes de empezar la aproximación, con Willy fuimos a buscar agua en un pequeño arroyo oculto entre los árboles de una quebrada.

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En medio de los árboles y rocas próximos al arroyo.

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Con agua en las botellas y las mochilas armadas partimos al este, siguiendo la huella a través de un curso de agua seco, con una escarpada y frondosa ladera por la izquierda y la silenciosa oscuridad del escorial por la derecha.

Veinticinco minutos más tarde alcanzábamos una ancha explanada (ancha por comparación a la estrecha huella que veníamos siguiendo). Un poco de jugo, revisar la hoja de ruta y vamos dándole.

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¿Que venía ahora? Dejar atrás la explanada ascendiendo por una cuesta en las coladas de lava y más arriba retomar el sendero por el seco lecho del estero.

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Desde el escorial, mirando en dirección al camino que lleva a Las Trancas:

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La huella otra vez nos lanzaba hacia un explanada, sólo que esta vez era más pequeña que la anterior, abruptamente cortada por un circo de arena y rocas en cuyo fondo la irónica mano del destino decidió pintar un débil riachuelo.

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La vista hacia atrás:

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¿En qué dirección seguíamos? Unas huellas algo desvanecidas indicaban que alguien había bajado hacia el sector erosionado, así que las seguimos. Pronto convenimos en que el camino difícilmente podía ser aquel y desistimos. Luego de revisar una posible opción subiendo entre los árboles, Willy encontró la verdadera huella. Ésta subía, en efecto, hacia el norte, bajo los árboles, girando a la derecha unos cuantos metros más arriba y volviendo a descender hacia el riachuelo, saliendo a una sección un poco más alta del curso de agua.

A los pocos minutos la senda volvía a alejarse del arroyo y giraba a la izquierda, entre matorrales y jóvenes árboles, mientras que por la derecha -como si con la mirada uno buscara el Chillán Nuevo-, veíamos lo que en primavera debía ser una hermosa caída de agua.

El camino, siempre ascendente y cruzado en varios puntos por raíces expuestas y endurecidas empezaba a volverse fastidioso hasta que en lo alto un morro de lajas claras anunciaba el final de la cuesta y, al parecer una buena vista:

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Era la primera vez que teníamos a la vista el Nevado.

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Frente a mi, aunque muchísimo más cerca -a mis pies- una planta con curiosos copos de algo parecido a las cabritas llamó mi atención.

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¿Qué eran? Huevos de mosca.

Con el Nevado de fondo (a la izquierda) teníamos una linda vista de lomas que venían del este:

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Oculto tras una loma ensombrecida, a nuestra espalda el valle de Shangri-La se despedía del sol, mientras que en Las Trancas, más al fondo, la luz aún daba de lleno.

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Luego de al fin poder haber visto el Nevado, el camino bajaba, internándose por un valle poco profundo donde el el sol ya no llegaba.

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Después de una breve subida al final de ese valle, salimos a una sucesión de suaves lomas cada vez más planas y en pocos minutos habíamos llegado a los restos del refguio Waldorf. No quedaban más que cimientos, hierros oxidados y trozos de madera secos y desteñidos. Un agradable estero corría a pocos metros de ahí. Al oeste, el valle se abría frente a nosotros en un atardecer que iba de celeste a amarillo y rojo.

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El resto de la tarde pasó rápido. El sol no demoró en ponerse y ya empezábamos a preparar las respectivas comidas.

En algún momento de la noche, cerca de las diez, llegó otro grupo a acampar ahí también. La luna llena, oculta en el este tras el Chillán Viejo, sobre el cielo argentino, daba un aspecto fantasmal a las pocas nubes que había.

La mañana del sábado salimos del CB cerca de las nueve en dirección al este, siguiendo lo que parecía ser una huella por el lado sur del estero. Diez a quince minutos más tarde nos viramos hacia el norte, a la izquierda, alejándonos del estero y sus vegas verdes y amarillas. Pronto estuvimos en medio de lomas de escoria fina u ocasionalmente más gruesa, pero subíamos y de cuando en cuando pasábamos por el lado de pequeños monolitos que en el pasado otros fueron dejando, tal vez para señalar el camino.

Al cabo de una hora hicimos la primera parada. Cinco minutos para tomar agua, comerse un Frugelé y luego seguir adelante. Ya habíamos pasado algunos pocos mantos de nieve cuando transcurrieron dos horas desde que salimos del base. El segundo descanso fue un poco más largo que el primero.

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A poco andar desde el segundo descanso nos cruzamos con un par de amigos de la Lore, los que nos contaron de la hoya que existía más arriba, entre el Vidaure y el Nevado, explicándonos que para subir el Nevado tendríamos que rodear la hoya.

Así fue como nos decidimos a ir por el Vidaurre, en el extremo oriental de la hoya, antes de seguir tras el Nevado.

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Buscamos subir siempre hacia la derecha -la dirección en la que se encontraba el Vidaurre- desviándonos así del portezuelo que parecía ser el acceso natural y obvio a la hoya, oculta aún para nosotros. Relevándonos de vez en cuando mientras avanzabamos en zig-zag por la arena conseguimos asomarnos a ver cómo diablos era la famosa hoya. He ahí el resultado:

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Y sí, claro que sí. El mismo cerro que vi a principios de febrero era ese al fondo de la foto: el cerro que habíamos ido a subir.

Bien lejos ya parecía haber quedado nuestro campamento base.

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Incansable, continuó la Lore rumbo al Vidaurre, al final del filo:

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Hasta que los seis nos reunimos en la cumbre del volcán Vidaurre.

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© Emil Namur Y., 2009

Mirando a los volcanes del centro de ski:

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Y ahora en dirección a la hoya, con el cerro Pirámide en el fondo y dos falsas cumbres del Nevado:

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Luego de comer un Mantecol, tomar un poco de jugo y haber resuelto cómo intentaríamos subir, continuamos por el filo hacia el norte con la idea de acceder al glaciar tan arriba como nos fuera posible.

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Por la derecha del filo, el portezuelo entre el Vidaurre y el Chillán Nuevo mostraba una tierra yerma, ocasionalmente salpicada de colores y con suaves pendientes que, hundiéndose hacia el oriente, invitaban a fantasear sobre el origen del lugar.

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El extremo norte del filo descendía suavemente al oeste, volviendo a subir ya una vez en la falda del Nevado. Según nos acercábamos, podíamos ver más y más en detalle las primeras grietas. Todas ellas se levantaban desde el suelo arenoso, abriendo sus paredes hacia el cielo, como buscando que el sol las separase más y más entre sí.

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En algunas zonas la regularidad del hielo y la nive acababa abruptamente, sucedida después por un fondo sombrío, del cual parecía nacer un hielo oscuro, un hielo nacido de la ceniza.

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En otras partes, el hielo iba derritiéndose gota a gota, pero apresuradamente bajo el sol de la tarde.

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Antes de haber comenzado a caminar por nieve, la tierra se volvía cada vez más dura, dificultando más y más marcar una huella o mantenerse estable de pie. A la izquierda, frágiles hilos de agua, brillantes y silenciosos, fluían enturbiándose a medida que bajaban hacia la hoya.

Esperamos a Emil en un punto fijo mientras él se adelantaba a ver por dónde abrir la huella. Desde abajo Willy debía indicarle su posición respecto del resto del glaciar y, eventualmente, guiarlo en la distancia. Willy, desde lejos, observaba a Emil y le indicaba el camino:

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Lo que de lejos veíamos como tierra, de cerca era efectivamente tierra, sólo que congelada. No mucho después comprendimos que era inútil retardar más el ponernos los crampones y pronto todos subíamos con un bastón en una mano y el piolet en la otra, enterrando fuerte las puntas en el hielo, confiando en el aguante de las puntas y apresurando el paso hasta encontrar pronto escalones estables.

¿Cuánto nos faltaba para la cumbre? ¿Una hora? ¿Dos horas tal vez? No estábamos seguros pero según las estimaciones que habíamos hecho con la vista desde el Vidaurre nos figurábamos algo más de hora y media. Repentinamente, un poco más lejos de donde nos encontrábamos, dos personas bajaban encordadas.
- ¿Cuánto hasta la cumbre? -preguntamos en medio de un viento repentinamente arrachado.
- ¡40 o 50 minutos, no más que eso! ¡Suerte!

Seguimos subiendo en una línea más o menos recta, pero pronto notamos que si lo seguíamos haciendo por ahí, acabaríamos entre el labio de una grieta y una poco amigable corniza, en una situación muy precaria y expuesta. Nos detuvimos, miramos y avanzamos algunos metros hasta el lugar donde aparentemente la grieta se cerraba. Rápidamente, uno a uno, cruzamos por nieve dudosamente blanda. De reojo, los tonos de celeste y blanco se perdían en la oscuridad de hendiduras que era imposible saber la profundidad que tendrían.

Tuvimos que cruzar dos grietas más antes de llegar a la meseta del Nevado. Superada la tercera, seguimos subiendo por la izquierda de ella manteniendo una distancia prudente de su labio.

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Adivinábamos que nos faltaba menos para alcanzar la cumbre.

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Pronto llegamos a la meseta y advertimos que nos quedaba por cruzar una última grieta que corría desde una rimaya muy al oeste, hasta el extremo oriental del Nevado.

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A los pocos minutos encontramos un puente seguro y cruzamos. Al oeste, sobre una loma lejana y sin nieve, una estructura oscura nos indicaba cuál era la cumbre.

Aunque la ruta parecía una simple línea recta hasta la cumbre, a todos lados la superficie del cerro estaba manchada por sectores claramente definidos de nieve blanda sobre el hielo no siempre uniforme, como si un dios golfista excentrico hubiera querido diseñarse su propio green invernal.

Al poco rato la Lore ya nos esperaba en la cumbre.

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© Emil Namur Y., 2009

Mientras nos reencontrábamos en la cumbre, desde el oeste se acercaban planeando en círculos varios cóndores.

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Con la laguna Huemul lejos, muy lejos en el sur poniente:

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Los más curiosos con nosotros eran los más jóvenes, notoriamente menos tímidos que los clásicos cóndores negros de blanco collar:

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© Emil Namur Y., 2009

Nos tomamos la foto de rigor en la cumbre:

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© Emil Namur Y., 2009

Y luego empezamos a bajar, poco después de las tres de la tarde. Una vez más, resolviendo por dónde cruzar las grietas.

Después de haber dejado atrás el glaciar y llegar a una cómoda terraza de arena y rocas, guardamos los crampones, comimos y empezamos a bajar hacia la hoya.

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Al principio bajábamos por una duna oscura y blanda, despreocupadamente y a largas zancadas. Pero al cabo de un rato la arena comenzaba a escacear y se confundía con una suerte de roca pálida, gris, muy lisa y que apenas ofrecía agarre para las botas. ¿Qué era eso?

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Lo que veíamos como arena, como cerro, como base sobre la cual se encontraba el glaciar no era más que apariencia. En realidad el hielo lo dominaba todo, era la base de todo sobre lo que estábamos parados y la tierra que daba forma a las paredes de la hoya era una delgada aunque extensa capa que escondía bajo sí la durísima costra del glaciar.

El resto del tramo hasta el fondo de la hoya resultó más lento de lo que esperábamos, pero una vez abajo, atravesar hasta la salida fue más o menos rápido.

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Atrás quedaba el nevado y las suaves dunas e hilos de agua de la hoya.

Una panorámica con el volcán Vidaurre a la derecha:

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Por cierto: no es como que el fondo de la hoya sí fuera tierra. Era sólo una capa más gruesa de arena cubriendo lo que en realidad era más glaciar; seguramente, un glaciar muy hundido en la tierra.

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Atrás dejábamos el Nevado y rápidamente el atardecer fue a por nosotros.

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Saliendo de la hoya, bajando por el acarreo sur del Vidaurre, el viento y el sol nos acompañaron constante e insistentemente durante al menos una hora, especialmente el viento. Sólo cuando descendimos ya varios cientos de metros el viento dejó de arrojarnos arena.

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Nos quedaba todavía un largo camino que recorrer hasta el campamento. Aunque no seguimos exactamente la misma ruta que de camino a la cumbre, era claro que debíamos enfilar hacia un lejano tramo de tonos amarillos y manchones verdes: el estero que pasaba al lado del campo base.

Bajo una luz que imperceptiblemente se iba anaranjando, avanzaba Emil con la Trini y la Javi:

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Un poco más adelante que ellos iba Willy, buscando loma tras loma la senda más directa hacia el estero que nos llevaría de vuelta a las carpas.

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Algo más de tres horas después de haber dejado la cumbre, llegábamos por fin al estero. Una última mirada atrás antes de seguir adelante:

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Y frente a nosotros, desde el este, desde escoriales enrojecidos, bajaba el estero que nos proveyó el agua para aguantar el ritmo de la jornada.

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Mirando en la dirección donde se encontraban nuestras carpas la luz no ayudaba mucho para lograr una buena foto, pero un pintor tal vez habría visto algo así:

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Pasando uno de los últimos promontorios de rocas, antes de retomar los últimos minutos de caminata, la Javi contemplaba el sendero de regreso y, un poco más allá se atisbaba el oeste cubierto por un apretado manto de nubes.

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Algo más o menos parecido a lo que estaba mirando la Javi era esto:

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Llegando ya de vuelta a Waldorf, el día se despedía de nosotros con otro bello atardecer.

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Cocinillas grupales, perspectivas para el regreso del domingo y la excelente sensación de haber compartido con los amigos un cerro y una vista queridos desde hace tiempo, fueron la mejor manera de terminar el día.

El regreso a la camioneta comenzó el domingo a las diez. Con la mochila algo más liviana y notoriamente mejor armada, al caminata fue bastante más grata que la de ida.

Desde Waldorf nos fuimos al pequeño cajón, al salir del cual no pude evitar intentar captar una panorámica del lugar:

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Luego bajamos hacia un bosque de arbustos bajos y árboles jóvenes, a través de la huella cruzada en distintas partes por algunas viejas raíces.

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La luz de mañana, diferente de aquella con la que habíamos subido dos días antes, proponía nuevos juegos de sombras con las siluetas de las rocas.

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Nos asomamos entonces a la cuesta en el escorial que debíamos bajar para llegar a la primera explanada que nos encontramos de subida (distinguible en el extremo derecho de la siguiente foto, cerca del bosque y la sombra):

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Continuando por el lecho del estero entre las coladas de lava y una frondosa ladera, pronto se nos asomó lo último que nos quedaba por bajar antes de llegar al Shangri-La. A la izquierda, flanqueado por el bosque, en la distancia, el fantasma del refugio nos recordaba lo poco que faltaba.

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Una vez en la Hilux, intercambiamos huevitos de pascua, nos cambiamos de ropa, armamos el pick-up y nos preparamos para regresar. Notificamos nuestro regreso a los Carabineros de Las Trancas y con briza fresca enfilamos hacia Chillán y de ahí, por la 5-Sur hacia Santiago.

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A poco de andar en la carretera, paramos a almorzar en un Pronto a punto de colapsar. Era una sinópsis de lo que sería el largo rodar hasta la capital.

El voyerismo automovilista de vér qué diablos pasaba al ver dos autos y una cuca detenidos en una berma parecía ser la única explicación a algunos tacos que se extendían por dos o tres kilómetros. Otros estancamientos eran por razones de mayor peso, como cuando pasamos el siguiente camión:

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¿A qué lugar habrán estado llevando ese transformador? ¿Cuánto tiempo más habrán estado ahí esperando? ¿Esperando qué? Vaya uno a saber...

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Cada vehículo detenido eran al menos media hora más de viaje, pero era la excusa perfecta para interactuar en el taco con las personas de los demás autos, lanzándoles huevitos de chocolate:


Supongo que ahí fue cuando me acordé de aquel cuento de Cortázar sobre un irreal embotellamiento en un carretera.

Así, el viaje de vuelta resultó ser de lo más entretenido a pesar de lo largo. Eran las diez de la noche cuando bajaba las cosas en mi casa. La noche anterior, a la misma hora, ya estaba en el saco de dormir descanzando de la jornada. Ahora, sin embargo, de regreso en Santiago la ducha corría despidiendo vapor profusamente y había abundante comida en el refrigerador. Era el final de un excelente fin de semana largo. Era la conclusión de una idea surgida hacía mucho tiempo atrás, cualquier día de febrero, varios kilómetros al sur.